*La marisquería al inicio se esfuerza por cautivarte con la vista: en muros, techos, en estructuras entre mesas, brotan ecosistemas marinos; peces, algas, esponjas, moluscos y anémonas, aparecen por doquier
Aníbal Santiago
Ciudad de Médico (CDMX).- No estás en el agua fresca de playa La Tambora, en la frontera de Sinaloa y Nayarit, sino en la frontera pero de las colonias Doctores y Roma. No verás palmeras, ni fina arena plateada, ni atardeceres violetas, sino refaccionarias -Auto Mundo, Morán, El Mack- que circundan este mundo marino de la Ciudad de México. Porque aquí, aunque no sea costa de ningún paraíso, sí estarás entre arrecifes de coral, llanuras de marea, praderas marinas y marismas salinas.
Aunque a tus oídos los taladre el mofle de un camión de redilas y tus ojos sólo perciba el gris demoledor de banquetas y casas cenicientas de contaminación, estás en medio del océano. La marisquería La Perla de la Roma al inicio se esfuerza por cautivarte con la vista: en muros, techos, en estructuras entre mesas, brotan ecosistemas marinos. Cierto, ninguno de los peces, algas, esponjas, moluscos y anémonas colocados ahí son de verdad; puro plástico y yeso. No seas exigente y piensa que las cambiantes luces esmeraldas, verdes y azules que iluminan los hábitats de mentiritas son el efecto del sol del Pacífico.
Cuando llegue la carta ya estarás casi frente al océano, y todos pedirán de todo para compartir porque en este viejo restaurante hay abundancia y no se escatiman placeres al paladar. La mesera de chongo y guantes grises -como todas aquí- toma nota y luego se acerca a prisa a una amplia ventana donde las cocineras oyen sus gritos: “¡un pulpo enamorado, dos camarones rebozados, un coctel campechano, un empapelado!”, exclaman con un cantito exclusivo de estos dos gigantes salones que reciben la brisa histórica de la colonia Roma.
En algo tan simple como las quesadillas de pescado el cazón besa amoroso a los jitomates y tu boca se exalta con la densa delicia marina y nutritiva cuyo romance también festejan el cilantro, la cebolla, el aguacate. El caldo de camarón sabe a intensidad ardiente, como si fueras un náufrago de una isla desierta que saca del fogón ese líquido calentito manado de los crustáceos recién extraídos con la red. Las almejas merecen un capítulo de 50 páginas, pero no me puedo extender tanto. Saben a oleaje, son bocados de mar con arenita salada.
A diferencia de lo que sucede con cualquier otra comida, una milanesa, por ejemplo, que se puede ingerir sin prestarle atención, quien come mariscos los observa, los succiona, los apachurra, los acomoda, los mordisquea, los gira para aprovechar el menor pedacito de carne. E incluso hay erotismo: el marisco escurre su savia y uno absorbe ruidoso, sin preocuparse por la mirada juiciosa de quien tiene enfrente ni por mancharse la boca, el mentón, los cachetes. Como es el amor: un poco sucio y líquido.
Si levantas la vista y miras a los demás comensales que disfrutan su mojarra a la diabla, observarás un fenómeno por el estilo: los labios se pintan de rojo con el manjar que vuelve a la gente gatos que se relamen. La sopa de mariscos es un banquete de generosos seres marinos: sierra, pulpo, camarón, callo de hacha, mejillones, conchas y claro, jaiba: pide tus pinzas para que la tarde esplendorosa no se arruine porque te rompiste una muela, siente en tu mano el ¡crac! del caparazón naranja quebrado y extrae esa carne delicada, suave, sutil, blanco caviar el pueblo que ocultó un animal vencido por tu ansiedad carnívora.
Ahora date una pausa y da un sorbo largo de michelada helada.
Por el bien de tu salud, vas a tener que ponerte un límite. Es demasiado tentador observar al ejército de meseras de labor incesante llevar a otras mesas el empapelado (camarón, ostión, pulpo, filete y mojarra), la orden tres reyes (camarón, pulpo y calamar), o los camarones a la diabla con mayonesa y chipotle, glorioso maridaje mexicano.
Cuando le digas a tu cuerpo “he terminado”, te reclines en la silla como una reina en su trono, bebas en calma tu sangría con limón y sal, regala a tu persona un final impensable en cualquier otro lugar: helado de elote. La milpa dulce y gélida dará vueltas en tu boca.
Con la sensación de estar recostado en la arena, voltea hacia arriba. Cual barco de techo de cristal, mirarás todos los peces y moluscos de adorno que cuelgan sobre tu cabeza. Y ahora dirige tu atención al horizonte, o sea, al falso acuario que en un extremo de La Perla de la Roma va de verdes a azules y entre maravillosos pececitos de colores te conduce a una tarde de buceo en Mazatlán, Huatulco, Isla Mujeres, sin tener que viajar tanto.
Sí, todo esto que viviste es la vida.
La Perla de la Roma: Avenida Cuauhtémoc 35, colonia Roma. Tel. 55 5525 0850